Los sumerios pensaban que el mundo estaba gobernado por los dioses,
cuyos poderes estaban personificados por seres míticos que se
representaban a menudo por parejas, a fin de simbolizar su equilibrio.
Generalmente, monstruosos, se los reproducía ante las puertas y en el
mobiliario de los templos, que eran considerados la réplica terrestre
del ámbito cósmico de los dioses. Estos seres de personalidad
elemental eran a veces terroríficos en tanto que guardianes del templo,
y el orden del mundo era concebido de una manera dramática, como
consecuencia de combates en el curso de los cuales los dioses habían conquistado
su dominio.
Estos combates simbolizaban los momentos críticos del ciclo de las
estaciones, perpetuamente renovado año tras año. Estos combates
tendían a ser confundidos con los sacrificios que los hombres ofrecían
para honrar a los dioses e invitarlos a intervenir asegurando así el
orden de la Naturaleza.
El toro era la víctima por excelencia de los sacrificios. Se pensó,
hacia el 2800 a.C., en darle una cabeza humana en su función de genio
personificando la montaña o la tierra fértil, el mundo de los
infiernos donde son depositadas las semillas de vida. El toro
androcéfalo se convirtió así en el compañero del Dios-Sol que sale
cada mañana de la montaña de los infiernos.
En la época del renacimiento sumerio patrocinado por Gudea,
príncipe de Lagash, cuya capital era Girsu, hacia el 2150 a.C., el toro
androcéfalo fue asociado al dios de los infiernos Hendursag, dios del
fuego. Es por esta razón por lo que se le representa en las lámparas.
Se le puso la tiara con varias filas de cuernos, atributo de los dioses,
y su rostro expresó la vigilancia, según el ideal de sabiduría y de
humanismo de esta época. Su cuerpo estaba horadado por una cavidad
destinada a recibir un pequeño vaso en el cual los devotos depositaban
una ofrenda al dios-protector de este buen genio.
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