El griego Herodoto, llamado el Padre de la Historia, narra en sus
escritos cómo los babilonios de su época (siglo V a.C.) llevaban todos
un sello personal.
Utilizado sobre las tablillas de barro, vendría a ser algo así como
la "firma" de su dueño, de forma que los documentos no se
legalizaban si no eran sellados por los contratantes. La forma
cilíndrica era la más corriente y práctica en estos sellos, pues si
no se marcaba bien se podía pasar varias veces hasta imprimir su dibujo
característico.
Tallados en gran variedad de formas, materiales y tamaños, abarcaban
gran cantidad de temas, si bien uno de los más renombrados es el que
hace referencia a la epopeya de Gilgamés, sin duda alguna el más
célebre de los héroes asirio-babilonios. Su figura y sus hazañas han
sido inmortalizadas por un vasto poema, joya de la literatura
babilónica, cuyo título podría interpretarse como «El que ha
descubierto la fuente» o «El que lo ha visto todo».
El principal texto que poseemos del poema es el encontrado en la
biblioteca de Asurbanipal, en Nínive, que comprende doce cantos de unos
300 versos cada uno. Aunque este texto data del siglo VIII a.C., hay que
asignar al poema una fecha mucho más remota, puesto que se conoce un
fragmento babilónico de antigüedad no inferior al II milenio.
La figura aquí reproducida muestra, justamente, el tema de este
viejo héroe sumerio que aparece en esta ocasión derribando a unos
leones. Frente a él su inseparable amigo Enkidu, con cuernos y
patas de bovino.
A pesar de que está incompleta, esta epopeya es uno de los poemas
épicos más bellos que ha sobrevivido hasta la actualidad, incluso
antes de la aparición de la Iliada de Homero, a la que precede
al menos en 1.500 años.
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