Los sumerios tenían la costumbre de hacerse esculpir una estatua a
fin de colocarla en los templos para perpetuar sus plegarias delante de
sus dioses. De este modo se desarrolló un arte muy fecundo durante la
primera mitad del tercer milenio a.C. Este arte fue muy popular y se
interesaba poco por el parecido personal, contentándose con representar
a la gente según un cierto ideal de optimismo tranquilo. Pero
progresivamente el interés por el realismo condujo a los escultores a
buscar la reproducción de los rasgos de sus modelos.
Hacia el 2340 a.C. los príncipes semitas de Acad fundaron el primer
imperio propiamente dicho y pusieron el arte al servicio de su
ideología conquistadora. La escultura se transformó en un arte oficial
y en adelante, por lo general, sólo los reyes fueron representados.
Después de la caída de este imperio, los sumerios retomaron su
independencia y hacia el año 2150 a.C., Gudea, príncipe de Lagash,
cuya capital era la ciudad de Girsu, protegió el arte que ilustra el
apogeo de la civilización sumeria. La escultura quedó como un arte de
la corte al servicio del príncipe, donde el interés por el parecido
estaba en equilibrio con el de un ideal «humanista» lleno de
delicadeza.
Aquí tenemos la efigie de una princesa de su familia vestida muy
ricamente. Su rostro está impregnado de una serenidad calmosa,
característica del elevado ideal humano de una gran civilización que,
desafortunadamente, estaba en vísperas de desaparecer.
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