Hammurabi, que reinó en Babilonia desde 1792 hasta 1750 a.C., fue
totalmente olvidado hasta el descubrimiento de las civilizaciones
mesopotámicas, en el siglo XIX. No era conocido más que por los
asiriólogos, hasta el día en que la Misión Jacques Morgan, que
exploraba el sitio de Susa, halló el Código que contenía sus leyes,
en 1901. De repente se hizo famoso, pasando a ser entonces un antecesor
de un Moisés, o de un Justiniano. Sin embargo, hay que reconocer que el
bajorrelieve que decoraba la parte superior del Código presentaba un
retrato del gran rey muy ampuloso y convencional. Además, la misma
misión sacó a la luz, algunos años más tarde, una estatua de la
misma época, y probablemente del mismo rey, que es mucho más
evocadora.
Como muy a menudo en Oriente, el artista ha estilizado
deliberadamente la realidad, a fin de acomodarla a una imagen ideal. El
rey de Babilonia aparece, con el mismo casco (una especie de
pseudoturbante) que Gudea, su predecesor sumerio que reinaba en el siglo
XXII. Pero mientras el rostro de este príncipe traslucía una piedad
confiada, el de Hammurabi está más a tono con un tipo humano realmente
nuevo: el del legislador de rostro severo y afectado.
Su estatua de diorita, como el Código, fueron levantados en una
ciudad de Babilonia. Pero como ocurre con la vanidad de las cosas de
este mundo, la gloria de Babilonia declinó, y seis siglos más tarde,
un conquistador del país de Elam, vecino y enemigo, se llevó estas
esculturas a Susa, su capital, como botín de guerra. Gracias a él,
estas obras maestras no fueron destruidas; e ingresaron en el Museo del
Louvre a raíz de su descubrimiento, a principios de este siglo.
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