En el inacabable repertorio de formas y simbolismos que encontramos
en el arte de todo el mundo, la máscara ocupa un lugar preferente y muy
destacado, no sólo por la originalidad y perfección de sus creaciones,
sino también por las implicaciones anímicas que la máscara transmite,
por el misterio oculto que de ellas emana. La máscara nos mira al
mirarla, nos escruta con mayor atención que nosotros a ella, y, con su
sola presencia, puede llevarnos a un más allá de misterio insospechado
en el que se acaban los convencionalismos. Nos invita a la
transformación, a alcanzar algo que se encuentra por encima o por
debajo de “lo razonable”, de lo habitualmente establecido. De alguna
forma, la máscara presupone la posibilidad de cambio que en todo ser
humano se manifiesta alguna vez con más o menos vehemencia, con más o
menos urgencia.
En general, todas las transformaciones tienen algo de profundamente
misterioso y de vergonzoso a la vez, puesto que en el momento en que
algo se modifica lo bastante para ser ya “otra cosa”, aunque aún
siga siendo lo que era, se produce una situación confusa y ambigua. Por
ello, las metamorfosis tienen que ocultarse, para facilitar el traspaso
de lo que se es a lo que se quiere ser; de ahí el uso de la máscara en
la antigüedad y su carácter mágico.
Ceremonias de iniciación, de fertilidad, de culto a los
antepasados, exorcismos, y una larga serie de rituales mágicos,
sociales, religiosos, curativos, festivos, etc., tienen por instrumento
insustituible la máscara adecuada a cada caso, sin la cual no sería
posible lograr la solemnidad necesaria. Lejos de ser simples adornos o
disfraces, las máscaras cumplen una función transcendente.
Esta función transcendente debían cumplir, precisamente, las
máscaras de Nepal que aquí presentamos, cuyas imágenes sirven, cuando
menos, de recordatorio o evocación de ciertas cualidades espirituales.
Su elaboración denota un estilo artístico propio del período Malla,
considerado la edad de oro de la escultura en metal nepalesa, durante el
cual se produjeron una gran cantidad de obras deslumbrantes, muchas de
las cuales aún se conservan. Las técnicas principalmente empleadas
fueron el fundido a la cera perdida y el repujado, lográndose siempre
un bello acabado. Las imágenes sagradas eran realizadas casi siempre en
cobre puro, y después doradas, aunque al final del período se
utilizaron más el bronce y el latón; también era corriente el uso de
dos metales contrastantes, como por ejemplo el cobre y la plata. El uso
del cobre puro y subsiguiente dorado, a menudo con incrustaciones de
piedras preciosas, daba como resultado un acabado brillante y hermoso,
que imbuye a las imágenes nepalesas de un seductor hechizo.
Las
máscaras podían llevarse tapando el rostro, como las usadas en teatro,
pero también podían llevarse sobre los vestidos, o suspenderse de los
muros de los templos. Las cuatro que aquí nos ocupan llevan en su parte
superior una pequeña argolla, precisamente, para ser colgadas. |