Según nos cuenta Diógenes Laercio, Platón nació el 428 ó 427
a.C. (en la misma época en que moría Pericles), y vivió unos ochenta
años. Siendo joven conoció a Sócrates, su maestro, cuya muerte le
decidió, sin duda, a renunciar a la acción política directa en Atenas
y a contemplar con recelo y distanciamiento los manejos de la turbulenta
democracia ateniense.
Se sabe que viajó a Egipto, donde agigantó su conocimiento. Ante la
grandeza y la estabilidad de Egipto, Platón se sintió casi un
adolescente y en trance de nuevo aprendizaje. Relata en el Critias
cómo un sacerdote egipcio recuerda a Solón (considerado uno de los
siete sabios de Grecia) la diferencia radical de carácter entre griegos
y egipcios:
“¡Griegos, griegos, vosotros sois siempre niños!”.
De nuevo en Grecia, da inicio a su etapa de enseñanza en la
Academia, que abarca unos cuarenta años, casi la mitad de su vida. A
solas consigo mismo y con sus discípulos en aquella especie de
comunidad religiosa que fue la Academia, Platón consumió en complacida
paz los años postreros de su vida. Allí dio cima a su metafísica, a
su política y a su moral. Abrió el camino a Aristóteles, que fue
platónico en sus primeros tiempos, y quizá por Platón amante de una
filosofía de las esencias y de las causas.
Platón fue, y continúa siendo, un hito en la historia universal de
la cultura. Pocos hombres como él nos han legado una obra tan rica y
extensa, que ha superado con éxito la prueba del tiempo para llegar
hasta nosotros casi en su integridad. Bien por el mérito mismo de la
obra, bien por la perduración de la Academia en la fidelidad al
maestro, el caso es que los escritos platónicos fueron siempre objeto
de fervoroso estudio.
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