Olimpia era una ciudad de la antigua Grecia, situada en la región de
Pisatis, frente a la isla Zacynthos (Zante), que comprendía una vasta
área limitada por el Alfeo, el Cladeo, y por varias colinas: Croníus,
Olimpo, etc. Allí concurrían cada cuatro años, en el día de la
fiesta, muchos millares de visitantes, aun de las regiones más
apartadas de Grecia, para la celebración de los Juegos Olímpicos (Hieromenía),
que los atletas disputaban en honor de los dioses.
Las pruebas hípicas, sobre todo la carrera con carros, fueron una de
las pasiones de los griegos, incluso desde antes de la época Homérica.
La técnica de la competición aparece plenamente explicada por Homero
en el canto XXIII, cuando Néstor aconseja a su hijo Antíloco sobre la
estrategia a seguir para optar a la victoria. El hipódromo ocupaba una
extensión llana situada entre el estadio y el curso del río Alfeo, no
quedando en la actualidad ningún vestigio de lo que fueron sus
instalaciones debido a las crecidas del río en los últimos veinte
siglos.
En las Olimpiadas griegas tuvieron cabida numerosas modalidades
hípicas. La primera modalidad en aparecer fue la carrera de carros
tirados por cuatro caballos (cuádrigas o tethripa), durante la
25 edición de los Juegos (año 680 a.C.). Las carreras de jinetes no
aparecen hasta la Olimpiada 33 (648 a.C.). A finales de la guerra del
Peloponeso, en la Olimpiada 93 (408 a.C.) hace su aparición un nuevo
tipo de carro (synoris), de dos caballos.
La muerte en el hipódromo debió ser bastante frecuente, porque
todos los aurigas tenderían durante la carrera a tomar la cuerda
interior y ganar así unos preciosos metros en las vueltas. Y era
precisamente en las vueltas donde se producían los más graves
accidentes, donde chocaban los caballos o las ruedas de los carros, se
quebraban las lanzas, salían despedidos los aurigas, los troncos de
tiro se dispersaban desbocados por el terreno, enredando en el caos a
los demás aurigas... El vencedor de la contienda tenía derecho a
ceñirse una tira de cuero en torno a la cabeza, y algunos afortunados
conductores fueron inmortalizados por los escultores contemporáneos,
como el de Delfos. Aunque el auténtico triunfador era el propietario de
los caballos, como lo prueba que hayan llegado hasta nosotros más
nombres de estos que de aurigas; así, pasaron a la posteridad como
propietarios de caballos vencedores: el famoso político y general
Alcibíades, Cleóstenes de Epídamno, Hieron de Siracusa, Areo de
Lacedemonia, Aquelaos, etc.
El repertorio de temas animales en el siglo V a.C. es ilimitado, pero
son las figuras de caballos las más interesantes que nos han llegado.
Unas formaban parte de estatuas ecuestres, otras eran figuras únicas;
pero ya en unas o en otras se percibe la misma evolución artística que
culmina con ejemplares tan bellos como el que aquí contemplamos, que
representa uno de aquellos caballos que se utilizaban en la
competición. La belleza propia del animal se ve aumentada por un lazo
que le rodea el lomo y el vientre, y por las crines perfectamente
peinadas y adornadas. |