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Caballo

de Olimpia

 

 

Grecia.

Entre 470 y 460 a.C.

Original de bronce.

 

Alto: 25, ancho: 23, prof.: 6

 

Bronce

295 €

 

Olimpia era una ciudad de la antigua Grecia, situada en la región de Pisatis, frente a la isla Zacynthos (Zante), que comprendía una vasta área limitada por el Alfeo, el Cladeo, y por varias colinas: Croníus, Olimpo, etc. Allí concurrían cada cuatro años, en el día de la fiesta, muchos millares de visitantes, aun de las regiones más apartadas de Grecia, para la celebración de los Juegos Olímpicos (Hieromenía), que los atletas disputaban en honor de los dioses.

Las pruebas hípicas, sobre todo la carrera con carros, fueron una de las pasiones de los griegos, incluso desde antes de la época Homérica. La técnica de la competición aparece plenamente explicada por Homero en el canto XXIII, cuando Néstor aconseja a su hijo Antíloco sobre la estrategia a seguir para optar a la victoria. El hipódromo ocupaba una extensión llana situada entre el estadio y el curso del río Alfeo, no quedando en la actualidad ningún vestigio de lo que fueron sus instalaciones debido a las crecidas del río en los últimos veinte siglos.

En las Olimpiadas griegas tuvieron cabida numerosas modalidades hípicas. La primera modalidad en aparecer fue la carrera de carros tirados por cuatro caballos (cuádrigas o tethripa), durante la 25 edición de los Juegos (año 680 a.C.). Las carreras de jinetes no aparecen hasta la Olimpiada 33 (648 a.C.). A finales de la guerra del Peloponeso, en la Olimpiada 93 (408 a.C.) hace su aparición un nuevo tipo de carro (synoris), de dos caballos.

La muerte en el hipódromo debió ser bastante frecuente, porque todos los aurigas tenderían durante la carrera a tomar la cuerda interior y ganar así unos preciosos metros en las vueltas. Y era precisamente en las vueltas donde se producían los más graves accidentes, donde chocaban los caballos o las ruedas de los carros, se quebraban las lanzas, salían despedidos los aurigas, los troncos de tiro se dispersaban desbocados por el terreno, enredando en el caos a los demás aurigas... El vencedor de la contienda tenía derecho a ceñirse una tira de cuero en torno a la cabeza, y algunos afortunados conductores fueron inmortalizados por los escultores contemporáneos, como el de Delfos. Aunque el auténtico triunfador era el propietario de los caballos, como lo prueba que hayan llegado hasta nosotros más nombres de estos que de aurigas; así, pasaron a la posteridad como propietarios de caballos vencedores: el famoso político y general Alcibíades, Cleóstenes de Epídamno, Hieron de Siracusa, Areo de Lacedemonia, Aquelaos, etc.

El repertorio de temas animales en el siglo V a.C. es ilimitado, pero son las figuras de caballos las más interesantes que nos han llegado. Unas formaban parte de estatuas ecuestres, otras eran figuras únicas; pero ya en unas o en otras se percibe la misma evolución artística que culmina con ejemplares tan bellos como el que aquí contemplamos, que representa uno de aquellos caballos que se utilizaban en la competición. La belleza propia del animal se ve aumentada por un lazo que le rodea el lomo y el vientre, y  por las crines perfectamente peinadas y adornadas.

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